Cerezas por papeles / Cherries for Documents
Un fotoensayo de Helen Ceballos
Traducido del español por Rojo Robles
La empatía aparece cuando vislumbramos bondad entre los que emigramos clandestinamente, y nos hermanamos. Los que logramos llegar conocemos el estado gaseoso al que se aspira para evitar ser vistos o percibidos en el tránsito, para evitar los sonidos. Se tejen redes, un discurso sobre el caminar y la conciencia de que cada uno se cuida a sí mismo. No hay fuerzas para soportar el peso de los demás. La repercusión de cómo nos ven es crítica, y si no nos ven ni nos leen, mejor. Siempre mejor.
Accedemos a la memoria con detalles difusos teñidos de espanto-recuerdos a largo plazo. Somos cuerpos en una atmósfera ligera. Invisibles y reflejados, fuimos otros para poder existir.
Cuando uno llega vivo, queda claro que el premio no iba a llegar.
Tenía cinco años y viajaba con mi madre en una yola de la República Dominicana a Puerto Rico. Dormí todo el viaje. "Ojos que no ven, corazón que no siente", decía mi madre mientras me daba otra cucharada de sirope de uva para inducirme el sueño. Me desperté y el sol se estaba poniendo. Vi a una mujer inquieta pidiendo ayuda para orinar. Un hombre le ofreció su apoyo. Ella se bajó las bragas, le dio los brazos, puso los pies en el borde, sacó el culo y orinó. Todos miran. La persona que la agarró de los brazos vio el chorro de orina mezclado con sangre. Sin mirarla a los ojos, la soltó. Cayó al mar, gritó, pidió ayuda, dijo que su hija la esperaba, pidió que no la abandonáramos. Dos personas forcejeaban por el galón de agua y la sábana que había dejado la mujer al tragarse el mar. Nadie hablaba. Bofetadas en el agua, la yola continuó, y dejamos de oír la agonía. El tipo que la liberó dijo: "La sangre atrae a los tiburones. Era ella o nosotros".
Se alquila partida de nacimiento de niña puertorriqueña con nacionalidad estadounidense
Sólo para niñas de 5 a 7 años.
Válido para estudiar en cualquier escuela pública o privada de Estados Unidos.
El menor debe utilizar el nombre facilitado como nombre principal.
Debe hablar español como primera lengua y aprender el acento puertorriqueño.
Entrevista telefónica obligatoria con los padres y la chica antes de entregar los documentos.
Tras recibir el pago, se entrega una copia del certificado de nacimiento original y un documento de identidad con foto plastificado con el nombre facilitado.
Si algún menor no autorizado utiliza el documento, lo notificaremos a las autoridades y le acusaremos de usurpación de identidad. Sin excepciones.
PRECIO FINAL DE 5.000 DÓLARES. Pago único en efectivo por adelantado. No hay devolución ni garantía.
A principios de los noventa, mi tía Cathy consiguió entrar en Estados Unidos utilizando el pasaporte de su hermana gemela. Han pasado más de 30 años desde que aquella hazaña burlara a las autoridades de inmigración, pero mi tía sigue sin poder legalizar sus documentos. Parece inverosímil sin saber leer ni escribir, sin dinero para buscar apoyo legal y teniendo que enviar casi todos sus ingresos a la República Dominicana para mantener a sus hijos. El proceso de legalización de mi tía parece cada día más lejano. Cuando llegó, se ganaba la vida como camarera y trabajadora sexual en un bar al sur de Miami. Allí conoció a Alberto, un cubano naturalizado que, además de prometerle castillos en el cielo, le ofreció matrimonio para facilitarle los papeles.
Mientras tanto, mi primo Manauri enfermó gravemente. Mi tía movió cielo y tierra para conseguir dinero con el que sufragar los gastos médicos. Sin embargo, la debilidad de Manauri era tan grande que, aunque luchó, murió un mes y medio después. Mi tía no pudo viajar para despedirse de su hijo.
Vive sin papeles, fuera del radar, en un claustro inducido por el miedo a la deportación. Está casada con el hombre que le vendió un sueño que no puede cumplir. Sus hijos son mayores. Tienen otros hijos que no la conocen ni la esperan. Ya tiene sesenta años, repite preguntas y ha empezado a olvidar lo básico. Apuesta por envejecer rápido. Ha hecho un torniquete con su dolor.
Era de noche cuando empezamos a ver las luces de la costa de Aguadilla. "¡Prepárate para el negocio, mija, levántate!", me dijo mientras me mojaba la cara.
Me desperté gritando. El agua salada empezó a quemarme los ojos. Dijo que tendríamos que salir de allí y llegar a las luces. No estaba tan lejos. Teníamos que chapotear como cachorros y las olas nos llevarían hasta la orilla. Me puso el único chaleco salvavidas que había. Era demasiado grande para mí. Me dijo que siguiera adelante y que no intentara volver por nada del mundo si ella no venía pronto.
"No he podido dormir bien estos días. Si no salía rápido, me quedaba dormido. Escúchame, cuando llegues a la orilla, te escondes entre los arbustos, y si por la mañana no he salido, sales a la carretera, paras un coche y pides ayuda", me dijo. Me metió en el agua y sentí que mis pies no tocaban el fondo. Ella se bajó, agarrándose a la yola. Empecé a chapotear. Sentí que se me quería salir el chaleco. Me estaba asfixiando. Dejé de oírla. Quise mirar hacia atrás, pero no me atreví. Moví los brazos y las piernas todo lo que pude, pero no avancé. Las olas me llevaron hacia atrás.
Nadé, nadé, nadé, y nada. Nadé. Nadé.
Llegué a la orilla con el corazón en la boca. La playa estaba oscura. Hacía viento. Me escondí como ella me dijo. Busqué un pequeño hueco entre las hojas para ver la orilla. Me miré las manos y tenía los dedos arrugados como cuando me doy un largo baño. No había visto lo grande que era la oscura lámina de agua salada que iba y venía delante de mí. Las olas parecían personas de espuma que se levantaban y se acostaban valientemente sobre el mar. Mami no salía del agua.
Vi a dos hombres corriendo desde un lado de la costa en el que no había reparado. Me abracé a las piernas y puse la cabeza entre las rodillas para que no pudieran verme. Los sentí pasar. No vi la yola. No volví a verla, como si no hubiera existido.
Una gran angustia comenzó a pesar sobre mi pecho. Corrí a la orilla y grité. Llamé a Mami con toda la fuerza que tenía como niña de cinco años. Tenía la boca seca, los ojos y la garganta irritados. Hacía frío.
Vi un cuerpo arrastrándose hacia la orilla, con el pelo suelto. Era ella. Corrí lo más rápido posible y la arrastré hasta la arena seca. Aún no podía hablar, pero me sonrió.
"Mami, te llamé. ¿Te has dormido?"
Cuando cumplí catorce años, me fui de casa. Lo hice siguiendo la orden de mi madre: "Si vas a estar follando con tu noviecito, tendrás que casarte. Los hombres sólo buscan 'eso', y cuando se lo das, te tiran. Nadie quiere una manzana podrida". Pasó el tiempo. Nos transformamos. No me casé, pero me fui con mi jevo a otro país, y enseguida comprendí lo que era la edad adulta al verme sola y libre tan lejos del nido. Tres años después, Luis, mi padrastro, abandonó la casa y dejó a mi madre embarazada. Volví a la isla para acompañarla durante su embarazo. Cuando llegué a Puerto Rico, mi madre volvió con él. Kamila nació el 22 de octubre. Salí de la escuela ansiosa por llegar al hospital. Le pedí a Luis que me llevara y se negó, diciéndome que los médicos nos avisarían cuando Mami entrara en trabajo de parto. Hacia las ocho de la noche, ya estaba borracho, drogado y "celebrando" el nacimiento imprevisto de mi hermana. La idea de quedarme a solas con él me ponía ansiosa. A medida que pasaban las horas, perdía la esperanza de llegar al hospital. Vivíamos en un pequeño apartamento de Corozal, que se convertía en tierra de nadie a partir de las cinco de la tarde. Entré en la habitación donde estaba para pedirle que por favor me llevara con Mami por última vez. Cuando me vio, me abrazó "de alegría". Comenzó a manosearme en el abrazo, buscando frotar su sexo con mi cuerpo. Me acorraló. Sentí odio. Salí inmediatamente de la habitación y me encerré en la mía. Sin comunicación ni nada para defenderme, levanté una barricada con lo que pude para bloquear la puerta. No dormí en toda la noche. A través de la ventana de la habitación, vi un trozo de cielo. Pensé en Mami sola en aquella habitación de hospital, recuperando fuerzas después de dar a luz. Imaginé el rostro de mi hermana. Me prometí cuidarla todo lo que pudiera, incluso de su padre. Sentí compasión por todas las mujeres de mi familia. Hoy Kamila tiene la misma edad que yo cuando nació. Es un oxímoron caribeño que llegó con la capacidad de sobrevivir. Creció en medio de la República del Bronx. Ella intercambia cada baldosa, disfrutando, yendo y viniendo a través de su adolescencia. A veces aprecio la malicia en sus ojos, como la mala hierba salvaje que crece entre el cemento y el hormigón. Prefiero su astucia, mal pensada. Ella ya entendía de códigos. Creció sin pedir permiso.
Éramos un grupo de estudiantes de teatro. Volvíamos a casa tras un viaje a Brasil. Mi amigo Karim y yo estábamos en la cola de inmigración del aeropuerto de Miami.
"¿Viajan juntos?"
"Sí, al unísono".
El agente coge mi pasaporte "¿María?"
"Sí", respondo. Su mirada recorre mi rostro.
Karim pregunta: "Oye Helen, ¿por qué te llaman Helen si tu verdadero nombre es María Cristina?".
Entonces el agente levanta la vista, esperando mi respuesta. Leí en los ojos de mi amiga que no entendía qué había desencadenado su pregunta. Empecé a temblar de dentro afuera, un susto que venía con el frío. "Helen es mi apodo", le dije.
Karim no se dio cuenta de que estaban a punto de detenerme. El agente le entregó su pasaporte y le dijo que viniera conmigo. Mientras caminaba tras él, estaba clarísimo que, como mínimo, perdería el vuelo de conexión, que no tenía dinero para comprar otro billete y que, en otras palabras, er diablo me llevaba. Viví dos horas y media de interrogatorios, abusos, registros y amenazas. En medio de aquella mierda, recordé la cara de Karim cuando hizo su pregunta. Sin darse cuenta, más que preguntar, destapó la brecha de desigualdad que divide su existencia de la mía, ese surco de desventajas en el que no habíamos reparado durante los días anteriores, el que incluso yo olvido de vez en cuando. Un pasaporte azul que te da luz verde en todo el mundo no es un dato menor. Ella no ha experimentado nada parecido a una entrada clandestina. Ella no tiene por qué saber ni comprender en qué posición me había puesto aquella pregunta. En esa sala de interrogatorios, yo era el dominicano que pasó diecisiete días en Brasil. ¿A qué había ido? ¿Y si era una mula? ¿O una trabajadora sexual? Me bajaron las bragas para ver si llevaba algo escondido. ¿Dominicana? ¿En un viaje de intercambio? Abrieron mi maleta y sacaron todo. Soltaron a un perro que se me echó encima mientras me ordenaban que no me moviera.
La persona que me interrogaba golpeó mi carné de estudiante de la Universidad de Puerto Rico sobre la mesa.
"¿Cómo me dijiste que era tu número de estudiante?"
"801 04 1441", respondí.
Me devolvió la tarjeta mientras me preguntaba si entendía que, si quería, me deportaría a mi país para siempre. "¿Lo entiendes?", me preguntó.
En mi casa, decimos verdades como ésta:
"La yerba que está pa ́ti, no se la comen los burros". Mi mamá no conoció a su mamá. Murió cuando ella tenía apenas tres años. No tiene recuerdos con su madre, ni hay fotos que le ayuden a ponerle cara. Sabemos que murió de neumonía crónica a los 27 años. "A veces pa' salvarse uno, tiene que joderse el otro".
Dice que le cuentan que el día del entierro de su madre, cuando era un bebé, la acercaron al féretro y se abalanzó sobre el cuerpo, directamente a los pechos, para amamantarlo. "El que no llora no mama". Siempre que habla de mi abuela Nidia cuenta la misma historia, como si a fuerza de repetirla la exprimiera hasta sacarle todo el jugo a aquel lejano recuerdo. "En tiempos de reyerta, cualquier boquete es una puerta".
A pesar de ese aterrizaje forzoso, mami es una mujer feliz, una guerrera. Fue criada a biberón por su abuela Herminia.
No llegué a conocer a ninguna de mis abuelas. Hubiera sido un regalo contar con sus mimos y consejos. "Más sabe el diablo por viejo que por diablo". Mami repite todo el tiempo los dichos de mi bisabuela Herminia. Los dice indistintamente. Escuché tanto sus frases que, aunque no la conocía, le puse voz. Mami dice que "somos como dos gotas de agua: sin vergüenzas, achinadas y voluntarias". "Hija de madre, nieta de abuela, salen toítas con la misma espuela".
Con su santa mano en la cocina, su irreverencia y su humor, Mami nos sigue enseñando todo lo que ha hecho para sobrevivir. "Frenando con la pepita", "sin darle mucha mente" a lo que no puede cambiar. Ella prioriza lo esencial, lo cotidiano. "Lo demás es un poquito de lo otro".
Trabajo desde que tengo uso de razón. La primera vez que intenté ganar unas monedas, tenía cuatro años y vendía cerezas en mi casa del Cachón de la Rubia, en Santo Domingo Este. Cogí un par y me senté en la calle delante de la puerta, gritando Veeeeeeendo cereeezas, veeeeeendo cherriiiees. Un hombre se acercó sonriente, cogió tres y se fue sin pagar. Aquel día decidí que nunca vendería mis cerezas a nadie que no entendiera su valor y que algún día cantaría para un público. Cuando tenía 8 años, mi padrastro Jorge me contrató para sellar cientos de números de la Lotería de Puerto Rico por un dólar a la semana. Aquel fue mi primer trabajo de producción, un movimiento repetitivo que asumí con alegría, pensando en mi dólar y compartiéndolo con mi madre cuando volviera a verla. Ocho años después, trabajé en una lavandería al lado de una iglesia, donde acabé dirigiendo el grupo de jóvenes. Hice teatro. Trabajé en un colmado donde aprendí a hacer pan. Vendí ollas garantizadas de por vida y di clases de teatro en varias comunidades. Trabajé en JCPenney y me destaqué doblando camisas y convenciendo a la gente de llenar las solicitudes de tarjetas de crédito de la tienda. Fui secretaria del decano. Gestioné las cuentas de las redes sociales del Departamento de Humanidades. Vendí ensayos y monografías a estudiantes de Medicina e Informática. En Argentina, fui empleada de mantenimiento en un salón de belleza, barriendo el vello de todas las partes del cuerpo. Trabajé en un locutorio vendiendo seguros, donde me pedían que conjugara los verbos con el dialecto local. "Si hablás como hablás nadie te va a entender, tenés que camuflarte".
Me camuflé. Vendí Groupons, fui entrenadora de actores en una película y técnica de iluminación y taquillera en una galería de arte. Organicé fiestas infantiles, fui profesora y camarera, y trabajé en un circo. Fui directora de hotel en una isla con tres gatos. Volví a ser camarera. Repartí comida. Produje festivales, coordiné agendas y vendí pasto en Mar del Plata. Dirigí un programa social comunitario y un centro cultural. Limpié escombros. Fui profesora, asistente y jefa de producción. Limpié casas de asistencia, presidí el directorio del Centro de la Mujer Dominicana, entregué insumos y diseñé eventos artísticos.
Volví a ser líder comunitaria, profesora y gestora cultural. Coordiné ferias de salud, eventos comunitarios y fiestas sexuales. Hice de canguro de niños de Buenos Aires, Wall Street y la calle Loíza.
"Creía que eras artista", me dijeron una vez.
"Actué en todas ellas".